sábado, 26 de noviembre de 2011

Viaje al norte de Marruecos

Para ser la primera vez que iba a salir de Europa no había decidido irme muy lejos. 

Y ya puestos a escoger Marruecos podría haber sido un poco más típico. Haber elegido Marrakesh y acercarme al Atlas y a las dunas de Merzouga. Pero ser típico sonaba demasiado típico. Lo lógico parecía empezar por el principio, por lo más cercano. Tánger, la encrucijada entre África y Europa, entre el Mediterráneo y el Atlántico. 

Y aún podía ir más allá. Podía descubrir qué quedaba del protectorado español en la paloma blanca de Tetuán. Y en Larache y en Alcazarquivir. Ser envuelto en el azul de Xauen, la perla del Rif. Ver el amanecer en la antigua fortaleza portuguesa de Asilah. Dejarse los pies en los caminos entre macacos del Parque Nacional de Talassemtane.  


Pero sobre todo, empaparme de la legendaria hospitalidad de los marroquíes. Ver el estrecho desde el otro lado. Despertarme a las tres de la mañana con la llamada a la oración del imán. Regatear. Saber a qué sabe un cuscús de verdad. Y un té con hierbabuena (con mucho azúcar, por favor) en el Zoco Grande de Tánger. Sentir el aroma a marihuana (perdón, kif) de los rifeños.

Pero ya habrá tiempo de recordar el viaje a paso a paso. Ya vale por hoy. Como ellos dicen, safí.

El estrecho desde el Cabo Malabata de Tánger